Leí esta semana Con la esperanza entre los dientes, el último libro de ensayos del escritor inglés John Berger. Es un libro con artículos sobre temas contingentes enfocados desde el ángulo de un conservador de izquierda con una inocencia irritante. Abundan en él las observaciones sobre el terrorismo mundial, los complots norteamericanos y las guerras recientes en Medio Oriente. Berger caen a menudo condenar lo ya sancionado. Los preceptos de la corrección moral de turno lo indignan y la culpa por aquellos pobres y desarraigados que desconoce pero que sabe que existen. También lo llevan desplazarse por territorios en los que tropieza. Con la esperanza entre los dientes es, para decirlo de frentón, un libro débil, impensable para un autor del nivel de Berger, cuyos textos sobre fotografías y visualidad exhiben una inteligencia filuda y una sobriedad melancólica. Sin embargo, sería parcial y nefasto sepultar este breve libro de Berger sin rescatar un par ensayos. Uno, acerca del pintor Francis Bacon y, el otro, sobre La rabia, un documental del año 1963 que Pier Paolo Pasolini filmó para la televisión italiana.
Las apreciaciones de Berger en torno a la visualidad de estos personajes son radiantes. La que emite sobre Pasolini transmite una pasión contagiosa. Detona la curiosidad porque esconde una evidente admiración por el polemista, narrador, cineasta y crítico que fue Pasolini. Influido por la lectura de esta pieza recurrí a mis libros, y gracias al azar objetivo encontré Descripciones de descripciones, un compilado de las críticas literarias de Pasolini. No lo había leído, pese a que lo tenía desde hacía años. Me dispuse a hacerlo. Y mi entusiasmo fue inmediato. Pasolini entendía el arte como un trabajo crítico; presumía que los valores estéticos llevaban implícitos una ética del lenguaje. Su trauma con Mussolini era insondable y su pasión iconoclasta gozosa, así como impresionante su erudición. Es sus críticas desmenuza sin contemplaciones novelas célebres, como De un castillo al otro de Céline, la cual pulveriza con argumentos demoledores; algo similar ejecuta con Cien años de soledad, que según él “posee todos los tics de un guión cinematográfico destinado al éxito espectacular”. Para luego agregar: “Indudablemente García Márquez es un fascinante fabulador, tanto es así que todos los bobos han caído en la celada”. Imagino que sus juicios suenan a arbitrarios, pero son contundentes, formales. En lo personal, me quedo con su ensayos menos belicosos, como el que dedica a Dino Campana y Ezra Pound, la nota necrológica que escribe de Carlo Emilio Gadda, sus lecturas de Petrarca y Mandelstam, y los artículos que consagra a su amiga Elsa Morante y al Lazarillo de Tormes. La inteligencia de Pasolini es nítida en cada línea que escribe. Su prosa, elegante y clásica. Las interpretaciones que efectúa adolecen de inocencia; y al igual que los críticos distinguidos, capta la calidad también en lo que no le agrada. Su independencia fue a toda prueba, como ausente la sensiblería de sus aseveraciones.
Hoy la figura de Pasolini es imprescindible para entender el devenir de la cultura europea de estos últimos cincuenta años. Su asesinato en un terreno baldío a las afueras de Roma le dio su biografía un aura de ángel caído, de mártir perverso. Pero el fulgor del mito que lo sostiene de boca en boca no es justo con la dimensión de sus obras como artista. La leyenda tampoco explica el contexto de sus posturas controvertidas. Entre sus novelas me quedo con Los chicos de la vida, un estudio de la marginalidad y sus derivaciones; de sus obras poéticas prefiero Las cenizas de Gramsci. Su película El Evangelio según San Mateo me impresiona y la veo todas las Semanas Santas, ya que el Vaticano la recomendó como una de las mejores del siglo XX. No he vuelto a ver Teorema, ni Los 120 días de Sodoma y Gomorra, dos hitos del cine por la desafiante combustión de imágenes que muestran.
La energía creadora de Pier Paolo Pasolini era inagotable y deslumbrante por su naturaleza original y dramática. Puso los dedos en las llagas más dolorosas de la sociedad hipócrita en la que le tocó vivir con un descaro magnífico y una clarividencia que aún estremece.