Solo me gustan determinadas obras de algunos autores, no necesariamente las más importantes. Incluso prefiero ciertas páginas, algunos poemas, fragmentos. No sé si será una maña que aumenta con el paso del tiempo. Quizá ya no tengo la atención suficiente y el entusiasmo para afirmar que me gustan todos los libros de un escritor. Limito mis predilecciones, sin engaño, a lo que exclusivamente me da placer estético o físico, lo que me turba y atrae. El resto lo considero composiciones aburridas, que obligan a realizar esfuerzos que exigen salir del mundo del arte y trasladarse a la esfera de la información, de las ideas explicadas.
Los autores de pocos libros son la excepción. A Juan Rulfo, por ejemplo, no se le puede sacar una página. Lo mismo pasa con Agota Kristof. Sus textos son breves y escasos. Cuesta escoger. A su trilogía Claus y Lucas no le sobra nada. Está escrita con sarcasmo y crudeza, a través de diálogos y pequeñas descripciones. Para la mayor parte de los críticos este es la obra mayor de Kristof, autora de origen húngaro, pero que adoptó el francés como lengua escrita. Escapó con su marido de los tiranos soviéticos el año 1956. Pasó su exilio en Suiza, donde trabajó durante años como obrera en una fábrica de relojes. Treinta y un años después, en 1987, publica El gran cuaderno,su primera novela, a la que seguirían La prueba y La tercera mentira. Todas breves y feroces, narran la vida de unos gemelos abandonados, que pasan por una serie de peripecias aprendiendo a sobrevivir los horrores de la Segunda Guerra y sus secuelas.
Recuerdo las fotos de Agota Kristof en una entrevista que apareció en el diario El País. Su rostro no escondía que era una mujer desolada y silenciosa. Sin vanidad a la vista y con un indisimulado orgullo, que gozaba prescindiendo de todo aquello que añoran los demás. Ajena a toda retórica, vivía recluida. “No me interesa la literatura”, era el titular que precedía una serie de respuestas que la mostraban fóbica a las relaciones convenidas. Su carácter estaba en sintonía con su estilo parco y seco, sin misericordia hacia sí misma y con evidente desprecio por lo establecido.
Sus memorias tienen 57 páginas, se titulan La analfabeta. Es de lo más decisivo que he leído en este género. Y los relatos que componen el libro No importa no alcanzan a tener más de tres páginas y logran conmover con imágenes de una cruel tristeza. En sus cuentos hay algo de monólogo y en sus novelas el diálogo y lo teatral abundan. Ayer, es un libro extraño, una introspección alucinante, que pasa por lo autobiográfico y recrea el sufrimiento que otorga el trabajo despiadado.
La escritura de Agota Kristof es única: precisa, sin adjetivos ni peculiaridades, salvo la economía más radical. Al leerla da la sensación que deja caer las palabras, una más pesadas que otras, lejos de cualquier realismo y fantasía suave. Pondera la expresión más fuerte y menor, lo minúsculo convertido en tragedia. La presencia de la angustia, la pena urgente, la felicidad leve surge en frases de no más de diez palabras.
Lo brutal y lo siniestro están insertados en sus personajes con una aparente naturalidad, lo que provoca una sensación poética abismal. Su psicología es imposible de adivinar. Son sujetos traumados, inescrutables, víctimas que no se quejan. Pobres, sin nombres, que hablan por urgencia.
Busco citas para mostrar la prosa de Agota Kristof y constato que abomina del ingenio y los juegos de palabras. La simpleza en su caso es contundente. No hay sentencias ni juicios en su obra. En el relato, “La muerte de un obrero”, encuentro una frase larga comparada con su estilo habitual, que contiene las cualidades de su carácter literario: “Por la noche llorabas en silencio, sin sollozos, sinconvulsiones, solo lágrimas que rodaban suavemente y sin ruido alguno por la almohada, en la sala común donde la luz verde de las lamparitas marcaba surcos sobre las mejillas y bajo los ojos de los enfermos que tenías al lado”.