Por influencia tuya empecé a comprar duraznos.
Cuando íbamos al supermercado
tú siempre comprabas un par de kilos de duraznos
para tus hijo mayor.
En cambio, yo partía derecho a la sección pastas y carnes.
Llenaba el carro
con lasañas congeladas, pizzas y salsas de tomates.
Recuerdo que comprabas una docena de huevos con Omega 3,
queso fresco y quinoa.
En unas ocasiones te vi llevar yogurt natural y un kilo de uvas.
Hacíamos de estos encuentros
un enredo fascinante de mensajes en clave
con la ilusión de que pareciera casual
conversar en los pasillos abarrotados de comida
del supermercado más lejano de tu casa y cercano de la mía.
Hablábamos de amor con susurros histéricos,
nos hacíamos promesas calientes.
Incluso rozábamos nuestras piernas
agachados para sacar el azúcar rubia.
Después nos mirábamos unos minutos.
Me decías, cariño, en un tono suave
que súbitamente cambiaba cuando venía alguien.
Te gustaba tener fósforos en cantidad, por superstición.
Y te preocupabas de que nunca faltara en tu refrigerador el brócoli.
Con las comprar listas partías a pagar,
mientras te esperaba en mi auto en el estacionamiento.
Lo mío eran solo un par de bolsas que echaba atrás.
Lo tuyo era alimento para tus hijos y tu marido vegetariano.
Le pedías a un joven que te ayudaran a llevar las bolsas a tu auto
y que las descargara en la parte de las maleta.
Luego partías donde yo estaba,
cortando distancia por pasillos con autos estacionados.
Abrías la puerta y te lanzabas a mi cuello.
“No quiero que nos volvamos a pasar esto.
Quiero que te cuides y te guardes para mí. Entiendes, amor”.
Me tocabas entre las piernas para sentir si lo tenía duro.
Y salías dando un portazo con mi olor en tu pelo.
Caminabas hacia tu auto sacudiendo tus caderas.
Ibas con pantalones apretados y botas negras.
Me quedaba fumando.
Encendías el motor, retrocedías,
y partías directo a tu casa.