Experiencia inevitable ésta, una decepción
a toda costa de segunda mano, pero tan
insalvable a la hora de escribir. Odiar
con intensa vergüenza el propio retrato
apagado como un cirio sobre el papel.
Mucho no importa, además,
a quién va a incomodar una molestia tan fútil,
tan real y angustiosa como una boleta.
A nadie va a perturbar
el rastro inmundo de verdad, ese
clásico escepticismo libresco que viene
en los primeros y últimos años de vida.
El mal camino quizás fue siempre una mala
recomendación, una tara arrastrada
desde la impúdica pubertad,
mejor hubiera sido cirujano. Pero la
sangre tira y abunda sin precio.