No le vengan a borrar con globos
y servilletas el curioso infortunio de ser
viejo a los treinta y cinco. Los amigos no
se percatan de los préstamos e intereses
que otorga cada regalo de la vigilia. A nadie
le extraña la misma cara de pudú asustado.
Solamente su mujer, sin celo alguno,
sabe cuántos afanes esconde
esa cifra promedio de vida,
cuántos rumores se arroparon entre las fundas,
cuánta fe había en su implacable deseo.
¿Qué mala persona, acaso la muerte, su secretaria,
la que mandó a disponer tantas cornetas de papel,
tantos regalitos sorpresa
para un difunto aniversario?
Es su mal gusto distintivo, un lugar común
inaceptable.