Es imposible evocar la figura de Roland Barthes sin considerar siempre las mismas imágenes: las fotografías que se conservan de los años en que despuntaba dentro de la intelligentzia francesa como el crítico más brillante de su tiempo, y que hoy acompañan las solapas de sus libros. En todas ellas aparece un señor mayor, de tez blanca y pelo cano, sobria y casualmente vestido, en ocasiones con un puro humeante entre sus manos, siempre haciendo algún gesto que denota la delicadeza de sus modales. El lugar, habitualmente, es el mismo: su escritorio.
¿Qué se esconde detrás de esa escena recurrente a la hora de pensar en Roland Barthes?
Para empezar, habría que decir que en esta escena hay, sobre todo, un cuerpo, el de Barthes, del que emana una luz capaz de alumbrar sus inmediaciones (el escritorio), provocando una sensación de recogimiento e intimidad. El escritorio era el lugar en el que Barthes se encerraba a leer, a pensar y escribir, asumiendo la soledad de este último acto con particular entusiasmo, porque, según sus propias palabras, “en la escritura, mi cuerpo goza al trazar, al hender rítmicamente una superficie virgen (siendo lo virgen lo infinitamente posible)”. Entonces se explica la sonrisa que asoma en la comisura de sus labios en las fotos referidas: es la constatación física de que las humillaciones académicas, el odio de los fanáticos de la ciencia y del arte que intentaron socavarlo poco valieron al lado de su ímpetu por descifrar disímiles lenguajes. El autor de libros tan penetrantes como ejemplares -pienso en El grado cero de la escritura, Mitologías, Fragmento de un discurso amoroso, La aventura semiológica y La cámara lúcida,para mencionar sólo algunos, sonríe también porque su humor le permite eludir lo sentimental. Es más: su capacidad de escindir la emoción con el bisturí de la razón es uno de sus sellos como escritor.
Pero la figura de Roland Barthes no sólo está ligada a las imágenes antes mencionadas, sino que además divide aguas entre los aficionados a la lectura. Para unos, es un maestro del ensayo contemporáneo; para otros, es un charlatán que liquidaba obras descuartizándolas con sus investigaciones, en las que recurría a saberes tan diversos como la lingüística, el psicoanálisis, el marxismo y la filología. Y fue él mismo el culpable de sembrar la perplejidad en los otros (sus lectores) cuando se definió como un sujeto incierto, en su clase inaugural como catedrático del Collège de France.
Barthes pudo haberse atribuido la categoría de incierto, en la medida en que vivió atento a diversos objetos de acuerdo a las pulsiones de su deseo y no veló por guiar su biografía de acuerdo a un mapa trazado con calculada ambición. En sus libros pueden rastrearse las intensas pasiones que le provocaron asuntos diversos, como la moda, la publicidad, la fotografía, los mitos públicos, la política y, por supuesto, la literatura. (desde Tácino, Racine, La Bruyere, Michelet y Voltaire, hasta Balzac, Proust, Kafka, Queneau y Robbe-Grillet).
También Barthes pudo pensarse así mismo como un individuo incierto por su actitud severa a la hora de referirse a los objetos que le seducía: era irrevocable cuando se trataba de sostener la duda, hablaba de la interrogación como único método. Por eso, quizás, la desconfianza que generó en el medio cultural que le tocó frecuentar. Su determinación ética no le permitió atenerse a ninguna ideología de manera ortodoxa, pues para él cualquier discurso con pretensiones de absoluto escondía el espectro del fascismo.
En tal caso, Barthes no fue el estricto semiólogo literario que esperaban sus compañeros de generación (Foucault, Levi Strauss, Lacan), ni un crítico funcional al sistema, ni un defensor de los derechos de las minorías. Prefirió, en cambio, escrutar obras ajenas para develar sus aspectos constitutivos, sin intervenir en el contexto que las generó, por parecerle éste anecdótico. En ese sentido, el estilo y contenido de sus ensayos logran una comunión perfecta entre lo estético y lo moral. Es imposible no asumir sus trabajos como un relato posible sobre la pérdida de una verdad exclusiva y como una radiografía de los lenguajes que nos alienan sin que nos percatemos.