Cuando se murió Jorge Luis Borges –hace 30 años atrás– sentí la noticia como una pérdida personal. Lo sentí así, pese a que jamás vi a Borges y a que apenas tenía 14 años. Sí conocía algunos de sus relatos y la inquietante Historia universal de la infamia. Pero sobre todo había leído entrevistas suyas en los diarios, el libro de conversaciones con María Esther Vázquez y textos encontrados por casualidad, como sus distinguidos prólogos y traducciones, entre las que destaco Un bárbaro en Asia,de Henri Michaux.
Borges era una presencia cultural y política en el Chile de la dictadura. Vino en dos ocasiones, y fue repudiado ello. Incluso dicen que al recibir una medalla de Pinochet perdió el Premio Nobel. Recuerdo el alboroto que se armó, de ahí en adelante, con cada unas de sus intervenciones públicas. Los escritores chilenos abominaban su calidad moral. Mientras estuvo vivo, Borges soportó las mayores alabanzas sin inmutarse y los juicios descriteriados con humor. El crítico Ignacio Valente llegó a señalar que a Borges “no lo asistía el genio del idioma”, sentencia con la que se hizo célebre por su extravío.
Enterrado ya en Ginebra, el bullicio en torno a sus dichos incorrectos se fue apagando. Por fin sus libros fueron leídos en nuestra lengua con la devoción que había obtenido antes en otros idiomas. Cuando sus libros fueron traducidos al inglés y el francés en los años 60, se convirtió en un referente para autores Roger Caillois, Vladimir Nabokov, Michel Foucault, Susan Sontag y Emile Cioran, entre otros. Ellos se rindieron ante su talento antes que los españoles y latinoamericanos. Le dedicaron ensayos, lo citaron y lo pusieron en un sitio que ningún otro escritor en nuestra lengua ha gozado con tanta amplitud: Borges, precursor por su idea de la literatura y su forma de enfrentarla; Borges, erudito sagaz y humorista feroz; y Borges, pensador original y fértil.
Esta última faceta de su figura, la de inventor de ideas y conceptos, es la que más importa y la menos nítida para una parte de los lectores de Borges, que ven en él a un poeta y a un narrador. Pienso que es gravitante leer los ensayos agrupados en Otras inquisiciones y Discusión, para olvidarse del prejuicio insolente que acuñaron algunos mediocres que afirmaban que solamente se podía pensar en alemán o en inglés. Esta lamentable infamia ha cundido gracias al arribismo académico y el pensamiento de Borges opera como la máxima refutación de dicha estupidez. Borges es un autor que pone en circulación ideas, procedimientos, observaciones sobre la historia y el tiempo, agudezas y bromas sin verse determinado por temas ni por lenguas. Es capaz de vincular lo europeo con lo norteamericano y lo gauchesco sin problemas. Su lección de libertad es práctica. Nos advierte que la condición latinoamericana nos permite esta mirada y que debemos ejercerla sin complejos.
Borges es cada día más relevante. Desde que murió no han parado de aparecer textos suyos esenciales, además de una serie de libros dedicados a él. De entre esa prolífera bibliografía, destacan las anotaciones del diario de Adolfo Bioy Casares reunidas en un inmenso tomo. En ese mamotreto inmortal se revela un Borges cotidiano, cuya genialidad está enfocada desde otra perspectiva: la de su mejor y eminente amigo.
Borges es claro y económico a la hora de usar las palabras. Invita a especular y a conjeturar. Su distancia con las verdades absolutas, con los sistemas, es tan grande como su afición por los detalles y los adjetivos precisos. Es necesario recordar a Borges con sus ácidas opiniones, en especial en estos momentos en los que faltan conceptos nuevos para explicar nuestra relación con las tradiciones diversas, con los otros. Sus cuentos, ensayos y poemas nos sitúan en la historia, es decir, en el insignificante y breve espacio que ocupamos entre el devenir y la nada.