La muerte de Nicanor Parra ha tenido repercusiones insospechadas e inmediatas. Su eterna vejez y actitud de padre, había convertido a los poetas chilenos en sus seguidores o detractores. Logró que la poesía contemporánea girara en torno a su eje por décadas. Esto se acabó. Los poetas dejaron de ser jóvenes perpetuos. Sin la autoridad, se despejó el horizonte de las interpretaciones y el fantasma de la antipoesía se aleja. Cada autor empieza a valer por consideraciones distintas. La historia empieza a ordenarse con variantes nuevas. Por ejemplo, la sensibilidad de esta época le otorga a los pliegues de la intimidad un espacio central, que antes no importaba. En este momento, lo que acontece puertas adentro está en primer plano, la exposición de lo genuino y, sobre todo, lo que pasa con cuerpo se volvió ineludible.
Enrique Lihn tuvo que interiorizar la obra de Parra, criticarla, y, a la vez, despegarse de ella. Sus poemas libres de esa sombra cobran una fuerza original. Lihn logró que el placer de leerlo radique en sintonizar con su “yo”. Un “yo” que me atrevo a definir con tres adjetivos: sentimental, crispado e incómodo. Lihn apostó por escribir poemas y textos que son registros de sus pasiones. Y en ese sentido, se refirió a las mujeres por las que sintió amor, los paisajes que lo marcaron y describió cómo la muerte lo alcanzó sin piedad.
Lihn escribía con desesperación, ira, lucidez y, en ocasiones, con mala leche. Muchos de sus poemas condensan períodos que el poeta vivió. Su voz integra las circunstancias a través de detalles. Y se despliega en sus versos al ritmo de su respiración. Versos largos, la mayoría de las veces, que implican un aliento discursivo que explicitan la melancolía de estar de paso.
Recuerdo a Lihn como a un sujeto sensible, incapaz de falsear sus pulsiones. Lo miraba con admiración cuando era niño. Su risa era increíble. Antes de que muriera ya conocía su obra y lo divisaba en la librería Altamira en el centro. Dejaba manuscritos de poetas jóvenes que leía y comentaba. Nunca me atreví a hablarle. Solo intentaba rastrear los libros que le gustaban. Era un lector de alto calibre. Nada le era ajeno si despertaba su interés.
Su obra era juzgada en aquellos años por su peso intelectual. Lihn fue –insólitamente– el poeta de las ideas, de la complejidad. Al leerlo hoy es imposible entender que le hayan dado valor a su inteligencia por sobre su intensidad poética. Autor de poemas conmovedores y tremendos, qué difícil es explicarse por qué no se habló de la médula que comprende sus obsesiones. Lihn siempre habló del rechazo, la culpa, el miedo, la desidia, las artes visuales, el viaje, el escepticismo, el lenguaje y el fracaso. Su fijación con los animales –analizada por Roberto Merino con detención– es otra de sus cuestiones de fondo en su imaginario. Leer un fragmento del poema “Gallo” ayuda a entender esta posibilidad: “Este gallo que viene de tan lejos en su canto, / iluminado por el primero de los rayos del sol; / este rey que se plasma en mi ventana con su corona viva, odiosamente, / no pregunta ni responde, grita en la Sala del Banquete (…) / Grita de piedra, de antigüedad, de nada, / lucha contra mi sueño pero ignora que lucha; (…). / Se limita a aullar como un hereje en la hoguera de sus plumas. / Y es el cuerno gigante que sopla la negrura al caer al infierno.”
Lihn practicó la literatura con libertad. Fue poeta, narrador, ensayista y crítico. Se ocupó de los libros y las artes visuales. Sus ensayos y crónicas gozan de una característica común: la independencia insobornable a la hora de opinar. Capaz de ver en los otros sus virtudes creativas, promovió a Juan Luis Martínez, Claudio Bertoni y Roberto Bolaño. A la vez, revisó la historia de la poesía chilena con detención. Desde Alonso de Ercilla, en adelante, su inquietud por las formas del idioma español está inscrita en su poesía. Su libro Al bello aparecer de este lucero, es quizá, la expresión más sustantiva del trabajo de Lihn con la tradición. En este caso, con la poesía del Siglo de Oro, en particular con la obra de español Fernando de Herrera, apodado “El Divino”.
La narrativa de Lihn fue un terreno donde se movió en distintas direcciones. Empezó con un realismo cruel y triste, cuya mejor expresión es el cuento “Huacho y Pochocha” que narra el amor entre dos personajes marginales. En sus novelas hizo gala de su gusto por la parodia y el humor decimonónico. Buscó un barroco chileno, sin embargo, creo que se perdió en ese propósito al que dedicó igual tiempo que a estudiar el estructuralismo, otra de sus pasiones vanas.
Fue un aguafiestas y un descreído. Desconocía el cultivo de la conveniencia. Tampoco tenía talento para el autobombo. Sí, para decir palabras ácidas. En el despegue del boom latinoamericano, cuando sus posibilidades de ser consagrado eran mayores, se dedicó a aportillar a Mario Vargas Llosa y a exponer que el triunfo de la narrativa latinoamericana era una operación editorial digitada desde España.
Tenía cara de hastío y no fingía. Da la impresión que nació irritado con la existencia, lleno de dudas. Lo salvaban las carcajadas, el placer por observar la ridiculez cotidiana y su fascinación por las mujeres, reales y virtuales, a quienes les escribía cartas y les dedicó poemas magistrales. En ellos despliega una sintaxis del desaliento. Lihn escribe con una energía conmovedora sobre su realidad erótica: “Vuelvo a París con el cuaderno vacío, / tu trasero en lugar de mi cabeza, / tus piernas prodigiosas en lugar de mis brazos, / el corazón en la boca no sé si de tu estómago o del mío. / Todo lo intercambiamos, devorándonos: órganos / y memorias, accidentes del esfuerzo por calarnos a fondo, / Nathalie, por fundirnos en una sola pulpa”.
No eludió los amores platónicos y la admiración. A Gabriela Mistral le dedicó una elegía memorable y varios textos en los que exhibe el vínculo subterráneo que los une: una sensibilidad con el lenguaje y un compromiso con explorar la muerte. Fue esto último lo que llevó a Lihn a consolidar una obra clave, Diario de muerte, en la que anota los síntomas que lo devoran. Exhibe sin pudores cómo es morir, dónde están las fracturas definitivas con los vivos, qué se siente al final, sin imposturas ni palabras exaltadas. El crítico Christopher Domínguez Michael escribió: “Bastaría con estos poemas para agregar el nombre de Enrique Lihn a la lista indispensable de poetas de la lengua española que se han descubierto ante la muerte y la han interrogado moralmente”.
La integridad intelectual de Enrique Lihn, su fiereza, ha sido destacada junto a su inteligencia. No se tragó ninguna ideología y practicó el asco hacia el poder. A treinta años de su muerte, intuyo que más que su ética impecable, lo que importa es la persona que emerge de sus poemas y textos. Al ir a ellos uno se encuentra con un tipo que dan ganas de conocer. Leer a Lihn es buscar la compañía de un aliado ante el desaliento y la soledad, un crítico de la vida que evitó ejercer la indiferencia.