Vivimos en un país que jamás ha asumido que tiene inviernos helados. Y si algo escasea a nivel de civilidad es la calefacción. En este invierno han sido numerosos los fines de semana que he pasado en mi escritorio con la estufa a todo dar y la ventana levemente abierta. Diluyo el tiempo ordenando la biblioteca o frente al computador. Sin proponérmelo, caigo en el ejercicio de revisar las estanterías, que tal como señala George Perec, “es una operación desafiante, deprimente, pero capaz de procurar sorpresas agradables, como la de encontrar un libro que habías olvidado a fuerza de no verlo más y que, dejado para mañana lo que no haremos hoy, por fin devoramos tirados en la cama”.
Fue en ese trance que me topé con Crónicas de Nueva York, de Maeve Brennan. Es un volumen en cuya portada destaca la foto de una mujer joven sentada delante de una chimenea encendida con un cigarro en la mano. Sus rasgos son finos, elegantes, de evidente belleza. Su pose es desafiante: mirando la cámara hacia atrás con una seguridad neurótica, es de una insolencia sexy. Un par de años atrás había comprado el libro, seducido por la portada, sin embargo, no lo leí. Ahora, removiendo las estanterías, cayó en mis manos y no lo pude soltar. Me deslicé por su prosa, limpia y filuda, gozando cada una de sus observaciones exquisitas sobre la vida neoyorkina de los años 50 y 60.
Maeve Brennan es de origen irlandés, de familia republicana. Nació en 1917. Su padre fue nombrado embajador en EE.UU. cuando ella todavía era adolescente. Se trasladaron a vivir a Washington. Cuando su familia decidió volver a Dublín, Maeve optó por quedarse en Nueva York junto a sus dos hermanas. Pronto realizó sus primeras incursiones en el periodismo en Harper’s Bazaar y al tiempo se trasladó como redactora y crítica literaria al New Yorker. Eran los años gloriosos de esta revista, conWilliam Maxwell como director y colaboradores de la talla de W. H. Auden. En esta publicación hizo una serie de crónicas sobre los recovecos de la ciudad que habitaba en una extraña calidad. La sección se llamada “The Long-Winded Lady”, y serían estos textos reunidos los que le darían un lugar imprescindible, único, en la escena literaria. A sus crónicas se sumarían conjuntos de relatos y la novela De visita.
Las condiciones terribles que envolvieron la vida y muerte de Maeve Brennan ayudaron a convertirla en un mito. Después de que su amante, un inglés alcohólico, la abandonara, se hundió en la depresión. Estuvo más de 20 años sin escribir. Cuentan que llegaba al New Yorker y se recluía en el baño. De ahí nadie la sacaba hasta que salía a la noche sin rumbo. No tenía techo.
Murió en 1993, dejando bastante más que una biografía romántica. Su capacidad para describir el mundo desde un punto de vista único, donde alterna la frivolidad con la crítica, es quizás su distinción. Conoció las calles, los teatros, los cafés, los hoteles y los restaurantes de una ciudad que amó y recorrió con la pasión y la distancia de una emigrante débil y orgullosa. Sus crónicas están repletas de ironía: “Me gusta ver estrellas de cine cuando ando por la ciudad. Me gusta reconocerlas y saber quiénes son y tener la conciencia de que allí donde esté ellas me vuelven invisible, un rostro en la multitud, otro par de ojos que miran. Nunca doy empujones, ni les pido autógrafos, ni intento cortarles un bucle, pero sí las miro. Siento que reconociéndolas me he ganado el derecho a mirarlas fijamente, y también creo que no les importa. Es distinto si uno es una estrella de cine. Una vez me confundieron con una estrella de cine. Luego, cuando el error se aclaró, me miraron fijamente por no ser una estrella de cine”.
Bastante tiempo antes de morir, Maeve Brennan había pasado al olvido. Hoy resucita para el lector en español con la edición de Crónicas de Nueva York. En sus páginas podemos disfrutar de su levedad y destreza para lograr lo que Flaubert le pedía a su prosa: “Las frases deben agitarse en un libro como las hojas en un bosque, todas distintas en sus semejanzas”.

