Mi buda

Perdona, hijo, mis gritos insufribles,

los portazos,

la cruel injusticia de mis palabras

y el tono infame de mis arrebatos.

Sé que no hay consuelo ni piedad posible

ante mi neurosis desatada. Mi gusto por el orden

y mi fe en la voluntad son inverosímiles.

Carezco de la soltura de la que tú gozas,

de esa elasticidad con la que te estiras por el suelo.

Soy a la luz de cualquier vela un manojo de nervios retorcidos.

Te ruego que no me escuches ni me observes.

Mi paciencia es breve

y me duele la cabeza y el cuello de tanto manejar.

En las noches aprieto las mandíbulas hasta triturar mis muelas.

Disculpa mis malos modos.

Detesto mi escaso entusiasmo, mi cansancio crónico

y ese pesimismo jocoso con que amanezco.

Mi mente parece un panal de abejas con humo

y resisto gracias a las maromas

de tu madre y la piedad de mi familia.

Han tenido entereza y excesiva templanza.

Sólo soy un peón de porcelana.

A tu edad mis padres me daban correazos en las piernas si era necesario;

en cambio, lo que a mí me toca es aprender a escucharte

como si fueras un buda.