Notas sobre Francisco Morales

Las primeras noticias que tuve de Francisco Morales fueron a través de unos videos que me hizo llegar Natalia Babarovic. Eran videos en los que prendía fuego a grafitis de mensajes de amor que encontraba en las calles. Los detectaba, luego preparaba una operación nocturna para dibujar sobre ellos con mecha que luego prendía suscitando un fulgor breve. Al ver estas escenas quedé con la sensación de que Morales era un tipo arraigado en la cultura de forma diferente que los artistas convencionales. Había un riesgo en sus intervenciones, un riesgo en nombre del amor anónimo descubierto al azar. También estaba dispuesto a trabajar mucho para producir una sensación efímera. Es un obsesivo, pensé.

Después caí en una inauguración, en un sitio llamado Bloc. Fui con un par de amigos. El lugar estaba lleno de gente chic y de obras frías. Me sentí incómodo y viejo. Cuando iba saliendo vi en una muralla una larga pintura, de un realismo enturbiado, en el que se mostraba un ambiente campesino pobre. Era un óleo grande y a su lado colgaban tazas, cubiertos, pequeños papeles con recados. Era una pintura rodeada de signos que articulaban un ambiente precario y realista. Pregunté y era una obra de Francisco Morales, que estaba fuera de la inauguración fumando. Salí, le hablé y nos quedamos conversando un rato hasta que huí del lugar en un taxi. Quedamos de vernos, ya que quería comprar unos libros de la editorial que dirijo. En el viaje a mi casa, especulé sobre lo que había visto. Sin duda había una provocación de parte de Morales, su obra delataba un paisaje trágico y cercano, y su apropiación del espacio contrastaba con la asepsia del resto de las obras.

A los pocos días nos vimos. Me contó que recorría la ciudad caminando. Y rápido me di cuenta que sus amigos venían del mundo de la literatura. Sus vínculos con el arte radicaban en su inmensa curiosidad, en su voluntad obsesiva por hacer mucho en vez de poco, por tener una variedad de estilos, por desplazarse sin miedo ni respeto a través de la tela. Lo suyo es someter la gráfica a la técnica de la pintura. Es una deliberada perversión que Morales goza con impudicia.

Ocupó a la sexy actriz Christina Ricci como modelo de una pintura que marcaría un cambio en su corto pero urgente trayecto como artista. Con esta obra empieza a abandonar el realismo para acercarse a otros imaginarios más inciertos. Documentos de esta operación son la muestra que hizo junto a Domingo Martínez, en la que utilizaron las premisas del situacionismo para apropiarse de la galería con cuadros y objetos, logrando un ambiente de extrañeza, tutelado por la cara de deseo y la pose caliente de la Christina Ricci pintada por Morales.

Otro documento de esta etapa es el libro Antología de amor de Claudia Schwartz, libro que junta poemas de Francisco Ide con imágenes de Morales. El libro fue lanzado con una muestra en que Morales dispuso de su obra por una antigua casa abandonada. Dejó los cuadros en distintas piezas. Eran obras pequeñas que dispuso a alturas diversas, con una iluminación suave. Nuevamente Morales se había adueñado de un lugar para convertirlo en otro. En el lanzamiento Ide recitó sus poemas mientras los asistentes paseaban por las salas mirando las pinturas. Lo que unía el trabajo de ambos era el gesto de apropiarse de una obra ajena para distorsionarla hasta convertirla en propia y única.

Si tiene algún sentido relatar el pasado de Francisco Morales es por su ímpetu por pintar en vez de quejarse o esperar becas. En pocos años ha pasado por varias metamorfosis. Pintar sin esperar otra recompensa que terminar el cuadro parece ser su consigna. Y hacerlo sucesivamente para vencer el ambiente estítico que predomina, donde los artistas trabajan según programas, desechando sus pulsiones. Morales no comulga con esa forma de ligarse al arte. Prefiere la incógnita, la exploración, la deriva. Quizá su moral proviene de la poesía más que del arte actual.

Conflictos de interés  –su reciente exposición individual en Local– viene a cerrar sus etapas anteriores con cincuenta obras nuevas en un amplio sentido. Morales amplía su paleta de color para arrojarse con trabajos llenos de tonos fuertes y pálidos, de colores que impactan y seducen. El manejo de varios lenguajes y el trabajo con referentes de índole popular y oriental llega a su paroxismo. Presenta un humor descabellado. En sus pinturas alterna letras, signos y escenas ligados por un dibujo cruel. Un trazo motivado por los bajos instintos más que por el placer mimético o inteligente. En las pinturas que componen Conflictos de interés hay locura, ira y risotadas. Morales pinta delicadas rozas sangrantes, escenas de animé o monstruos que conviven con figuras semejantes a Anne Carson y Emily Dickinson.

Las dos pinturas grandes que se exhiben son –a mi entender– los trabajos más densos y contundentes de la muestra. En ellas está sintetizada la poética del pintor extraída de sus eternas caminatas rastreando la ciudad con su ojo sagaz. Estas pinturas son palimpsestos, telas sobre telas, en las que conviven diversos imaginarios. Son obras barrocas, llenas de íconos, rostros haciendo muecas y sitios eriazos. Se ve reflejado un nuevo paisaje chileno, donde lo lumpen está al lado de la estampita de la Virgen del Carmen y se confunde con una cita al Giotto. Estamos ante una pintura híbrida, saturada como las calles cuando está la feria. Obras que se resisten a la moral higiénica, aséptica y fría. En esa resistencia a la tiranía del minimalismo está la función política del trabajo de Morales. Su distinción está en mostrar zonas de incomodidad sin reducir sus complejidades sociales, sus cruces y roces.