Poemas

RECIEN CASADOS

La orilla café de la taza no sale con agua caliente.

El borde tiene grabado mis labios, lo que te molesta.

No sé si será posible sacar la mancha con recriminaciones.

Lo cierto, es que gotea bajo el colchón toda la noche.

Las frazadas y el cansancio tienen olor a sospecha.

No avanzamos, pese a las quejas y reconciliaciones.

Pero tampoco queremos dar un paso más.

Te duelen las rodillas y a mí los codos.

A ambos nos cuesta dormir con las mandíbulas férreas.

Me dices que escuchas como uno niño va llorando al baño.

-Yo voy, tú quédate durmiendo, que mañana tienes que salir temprano.

Te veo apagar la luz con el niño en los brazos.

Miro -entre las sombras- mi ropa colgada.

Escucho mi aliento seco, cortado, y las piernas rendidas.

Quedan pocas horas de sueño y resignación.

Mañana, seguro, ni me sentirás cuando me vaya.

MI BUDA

Perdona, hijo, mis gritos insufribles,

los portazos,

la cruel injusticia de mis palabras

y el tono infame de mis arrebatos.

Sé que no hay consuelo ni piedad posible

ante mi neurosis desatada. Mi gusto por el orden

y mi fe en la voluntad son inverosímiles.

Carezco de la soltura de la que tú gozas,

de esa elasticidad con la que te estiras por el suelo.

Soy a la luz de cualquier vela un manojo de nervios retorcidos.

Te ruego que no me escuches ni me observes.

Mi paciencia es breve

y me duele la cabeza y el cuello de tanto manejar.

En las noches aprieto las mandíbulas hasta triturar mis muelas.

Disculpa mis malos modos.

Detesto mi escaso entusiasmo, mi cansancio crónico

y ese pesimismo jocoso con que amanezco.

Mi mente parece un panal de abejas con humo

y resisto gracias a las maromas

de tu madre y la piedad de mi familia.

Han tenido entereza y excesiva templanza.

Sólo soy un peón de porcelana.

A tu edad mis padres me daban correazos en las piernas si era necesario;

en cambio, lo que a mí me toca es aprender a escucharte

como si fueras un buda.

SUPERMERCADO

Por influencia tuya empecé a comprar duraznos.

Cuando íbamos al supermercado

tú siempre comprabas un par de kilos de duraznos

para tus hijo mayor.

En cambio, yo partía derecho a la sección pastas y carnes.

Llenaba el carro

con lasañas congeladas, pizzas y salsas de tomates.

Recuerdo que comprabas una docena de huevos con Omega 3,

queso fresco y quinoa.

En unas ocasiones te vi llevar yogurt natural y un kilo de uvas.

Hacíamos de estos encuentros

un enredo fascinante de mensajes en clave

con la ilusión de que pareciera casual

conversar en los pasillos abarrotados de comida

del supermercado más lejano de tu casa y cercano de la mía.

Hablábamos de amor con susurros histéricos,

nos hacíamos promesas calientes.

Incluso rozábamos nuestras piernas

agachados para sacar el azúcar rubia.

Después nos mirábamos unos minutos.

Me decías, cariño, en un tono suave

que súbitamente cambiaba cuando venía alguien.

Te gustaba tener fósforos en cantidad, por superstición.

Y te preocupabas de que nunca faltara en tu refrigerador el brócoli.

Con las comprar listas partías a pagar,

mientras te esperaba en mi auto en el estacionamiento.

Lo mío eran solo un par de bolsas que echaba atrás.

Lo tuyo era alimento para tus hijos y tu marido vegetariano.

Le pedías a un joven que te ayudaran a llevar las bolsas a tu auto

y que las descargara en la parte de las maleta.

Luego partías donde yo estaba,

cortando distancia por pasillos con autos estacionados.

Abrías la puerta y te lanzabas a mi cuello.

“No quiero que nos volvamos a pasar esto.

Quiero que te cuides y te guardes para mí. Entiendes, amor”.

Me tocabas entre las piernas para sentir si lo tenía duro.

Y salías dando un portazo con mi olor en tu pelo.

Caminabas hacia tu auto sacudiendo tus caderas.

Ibas con pantalones apretados y botas negras.

Me quedaba fumando.

Encendías el motor, retrocedías,

y partías directo a tu casa.

ANIVERSARIO                                      

No le vengan a borrar con globos

y servilletas el curioso infortunio de ser

viejo a los treinta y cinco. Los amigos no

se percatan de los préstamos e intereses

que otorga cada regalo de la vigilia. A nadie

le extraña la misma cara de pudú asustado.

Solamente su mujer, sin celo alguno,

sabe cuántos afanes esconde

esa cifra promedio de vida,

cuántos rumores se arroparon entre las fundas,

cuánta fe había en su implacable deseo.

¿Qué mala persona, acaso la muerte, su secretaria,

la que mandó a disponer tantas cornetas de papel,

tantos regalitos sorpresa

para un difunto aniversario?

Es su mal gusto distintivo, un lugar común

inaceptable.

EL PRETENDIENTE

Perdona mi carácter absorto,

mis sedentarias costumbres y mis palabras déspotas.

Con el paso de los años me he ido poniendo enérgico en demasía.

He perdido el encanto, cierta frescura, la delgadez, el decoro.

Hablo más de lo necesario

y a veces narro con detalles los secretos ajenos

para divertir a los retóricos y a las histéricas.

Estoy convertido en un hipocondríaco y sediento puto,

en un neurasténico bestia.

Y aunque soy tu pretendiente menos opulento,

soy el más permisivo y fiel.

Con estos kilos de más no me queda otra que compartirte con los brutos.

UN AMOR CONTEMPORÁNEO

Es hora de que reconozcamos que fuimos consumidos

por nuestros temores y tomentos y que lo único que nos queda

es abrazarnos como si estuviéramos solos en una pieza oscura.

Corrimos una carrera despiadada e inútil por deseo y celos infantiles,

y llegamos al remanso.

Esperemos que la noche pase rauda como una gacela asustada.

El sol irradiará nuestra vergüenza con su calor compasivo,

y la templanza aliviará los huesos.

Olvida los resquemores.

La ira envenena las gargantas.

Y tu cuello es de una elegancia irresistible.

No te defiendas.

Guarda la compostura.

UNA DECEPCIÓN DE SEGUNDA MANO

Experiencia inevitable ésta, una decepción

a toda costa de segunda mano, pero tan

insalvable a la hora de escribir. Odiar

con intensa vergüenza el propio retrato

apagado como un cirio sobre el papel.

Mucho no importa, además,

a quién va a incomodar una molestia tan fútil,

tan real y angustiosa como una boleta.

A nadie va a perturbar

el rastro inmundo de verdad, ese

clásico escepticismo libresco que viene

en los primeros y últimos años de vida.

El mal camino quizás fue siempre una mala

recomendación, una tara arrastrada

desde la impúdica pubertad,

mejor hubiera sido cirujano. Pero la

sangre tira y abunda sin precio.

GOTAS EN EL ALERO

Espero escribir poemas durante estos meses.

Tengo la ilusión de trazar algunos versos

aunque sé cuán inútiles son los poemas.

No han corregido ningún aspecto de mi vida.

Tampoco me han causado desbarajustes graves.

Con pasión y sin culpa ejercí la sátira, la invectiva.

Lo hice de manera desafiante e inocente,

como niño quemando sus manos entre risas.

Ahora sólo tengo las cenizas de esos poemas:

páginas con residuos borrosos, nubes secas.

Pero confío en que vuelva a llover sobre mi espalda.

Entonces me ocultaré en mi pieza y registraré

el sonido de las gotas que caen del alero sin rozarme.